26 de Febrero de 2019

 

Fue un común denominador en la etapa de hegemonía priísta que concluir un sexenio no solamente consistía en que el Presidente de la República dejará el cargo para darle paso a su sucesor, siempre de su mismo partido, el término sexenal también implicaba que lo construido en esos seis años sería derruido para que sobre esos escombros se edificara el nuevo proyecto de nación.

Era una costumbre, una usanza negativa, la cual impedía el avance de la República, cada seis años el nuevo Tlatoani determinaba, de acuerdo a su muy particular interés, lo que era bueno o malo para el desarrollo del país y en ese punto destruía y luego iniciaba una nueva construcción del andamiaje institucional.

Pero siempre fueron insuficientes los seis años de gobierno para cristalizar esos proyectos, ese fue uno de los motivos que alentó la aspiración de algunos presidentes de la reelección.

La presidencia de Carlos Salinas de Gortari, fallida en los político pero exitosa en algunas reformas, planteó esquemas transexenales y quitó a los Presidentes cierta dosis de poder; lo más determinante que les retiró fue la capacidad de hacer dinero, dejando esa facultad en un Banco de México al que se le dio total independencia y sus funciones se definieron en base a elementos económicos y no políticos.

Ernesto Zedillo, economista como Salinas de Gortari, hizo cambios cosméticos a ciertos programas, pero no tocó la esencia de la reforma salinista y sí la abundó; cuando Vicente Fox, inauguró las transiciones presidenciales, supo reconocer y lo hizo públicamente, la calidad de las reformas con las cuales se venía gobernando al grado que su gobierno, aún viniendo de un partido opositor al PRI, fue muy similar en lo referente al manejo de la economía.

Ya con Felipe Calderón y pasadas dos décadas de las reformas de Salinas de Gortari, resultaba evidente la necesidad de iniciar cambios intensos y reformas profundas en materias claves como la educación, las relaciones laborales, el sector energético, las telecomunicaciones; se trataba de darle a México una plataforma para adecuarse legalmente a las demandas de los mercados internacionales y allegar tecnologías y recursos para impulsar el desarrollo económico, no lo logró porque no encontró los mecanismo políticos para generar los consensos, pero tampoco destruyó lo que venía funcionando bien.

Con Enrique Peña Nieto y el llamado “Pacto por México” –que no fue apoyado por la izquierda de López Obrador—finalmente se alcanzaron las reformas estructurales en las áreas que nos ponían en calidad de competir; pero además, muchos grupos de la sociedad civil participaron en ellas y eso les dio legitimidad; no solamente eso, también se generó un importante avance en el respeto y reconocimiento a grupos minoritarios, se generaron programas especiales para atender grupos vulnerables de mujeres, niños, personas con discapacidad.

A todo ese periodo, desde 1988 hasta el 2018, 30 años de mantener y reforzar políticas sociales, económicas, laborales y energéticas fue conocido como el del “neoliberalismo”, que si bien es cierto estuvo muy tropicalizado a la mexicana, generó un blindaje que nos protegió de los vaivenes de la economía mundial y mantuvo el barco con un mismo rumbo.

El resultado fue una inflación controlada, un desarrollo parco pero sostenido, la confianza en México como destino de inversiones, una sociedad que pasó de estar en régimen cerrado a un régimen abierto donde la participación social fue tan determinante como la de las mismas fuerzas políticas, pero que también generó escándalos de corrupción y favoreció el incremento de fortunas personales, pero sin que eso significara pobreza para otros; por el contrario esa generación de riqueza, si bien mal distribuida, determinó el surgimiento de una clase media pensante y altamente participativa en las decisiones trascendentales.

El arribo al poder de Andrés Manuel López Obrador nos regresó a la época en la que el presidente en turno determinaba construir todo el andamiaje del pasado, para sobre esas ruinas iniciar la reconstrucción del nuevo país.

La visión del gobierno en turno gira en torno a cambiar todo, porque desde su perspectiva todo está mal y por ello lo mejor es empezar a demoler hasta los cimientos de lo que se construyó, para luego reiniciar la reconstrucción.

El problema, es que al igual que antes, un sexenio no será suficiente y quienes ahora gobiernan necesitarán mucho más tiempo para moldear el país de acuerdo a sus muy particulares gustos e intereses, volverá de nuevo la tentación de la reelección presidencial y de acondicionar todo para que eso suceda.

 

 

Rafael Cano Franco.

Foro Nacional de Periodistas y Comunicadores

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